Entre las muchas cosas que te puede contar alguien que vive con diabetes, encontrarás a buen seguro alguna situación o vivencia que se salga de lo normal; surrealista, absurda, ilógica, injusta… todos tenemos en nuestro haber anécdotas que vamos atesorando con el paso de los años y que algunas veces, incluso mueren con nosotros porque la consideramos especialmente ridículas o demasiado personales. Pero yo creo que una anécdota es -como dice la RAE- un relato de un hecho curioso y con carácter de entretenimiento. Así que contaré las mías y comenzaré hoy, con la primera entrega de «Anécdotas de la diabetes: agujas». Creo que todos tenemos alguna situación que merezca la pena contar (sobre todo las que terminan bien y tienen un punto de humor). Si tienes alguna, me gustaría que todos la podamos disfrutar. Anímate y escríbela en los comentarios bajo esta entrada. Yo, aunque tengo varias con más solera, hoy os relataré la última, que me pasó tan sólo hace unos días y me es fácil relatar porque aún la tengo fresca en mi memoria. Tiene que ver con una de las cosas que más usamos día a día en nuestro tratamiento: las agujas de insulina…
![anécdotas de la diabetes I](https://www.jediazucarado.com/wp-content/uploads/2014/11/anecdotas-diabetes-I.jpg)
Anécdotas de la diabetes I: agujas
Domingo por la noche. Como casi siempre, me encontraba solo en el salón de casa. Todos habían marchado ya. Y aunque es fácil dejarse llevar y quedarse ahí tirado hasta horas indecentes, ganó la formalidad y apagué la tele nada más terminar el programa que estaba viendo. Aunque la verdad, no me apetecía mucho irme al sobre, porque mi resfriado me había congestionado las vías nasales y éste a su vez activó el asma intrínseca que padezco, lo cual convertía en poco apetecible la idea de tumbarme en horizontal en la que probablemente iba a ser una noche de tos, congestión nasal y poco sueño.
Pero no le di más vueltas, y entre toses de viejo moribundo, cogí mi pluma de Lantus, le puse una aguja nueva y desenrosqué la cápsula exterior de la aguja. En un gesto típico por habitual, mordí el pequeño taponcito lila que protege esas agujas y lo sujeté con los dientes, mientras procedía a pincharme la Lantus, esa insulina que pide ir «piano piano» si no quieres que te pique como sólo ella sabe picar. En esas, me volvió la tos. ¡COF! ¡COF ¡COF! (¿Cómo demonios hacer una buena onomatopeya de la tos? se admiten sugerencias). Y la tos, que no consiste en otra cosa que una violenta espiración precedida de una violenta inspiración, provocó que el taponcito de la aguja que se encontraba entre mis dientes se fuera hacia atrás en una situación de bastante peligro al comenzar su camino hacia las vías respiratorias. Pero no. Tan sólo se quedó en la zona más retrasada de la boca, casi la garganta. Y yo, con una mano ocupada poniéndome la insulina, una aguja a punto de irse hacia dios sabe dónde y yo a punto también de irme hacia Dios, como buen aprensivo que soy, empecé a pensar: «¿Cómo vas a morir un domingo por la noche? Es absurdo. Y además solo. No, no puede ser. Ten calma». Así que terminé tranquilamente de ponerme la Lantus mientras procuraba respirar despacio y por la nariz, ya que no sabía dónde demonios estaba ese capuchón de la aguja; si en la boca del conducto respiratorio o en la del digestivo.
¡Me he tragado el tapón de la aguja! momentos de indecisión
![Tapones de una aguja para plumas de insulina](https://www.jediazucarado.com/wp-content/uploads/2014/11/anecdotas-diabetes-I-b1-300x219.jpg)
Una vez terminada la dosis de Lantus, me dispuse a atender el otro pequeño problema que me ocupaba; un pequeño (o no tan pequeño, ya que mide 14 mm.) objeto extraño colocado en la parte más trasera de mi boca y que tras varias intentonas, no conseguía expulsar. Probé entonces a ir a la cocina y meterme algo de agua en la boca, haciendo unas gárgaras para sacarlo de una posición que parecía atascada. Mientras me disponía a hacerlo, pensaba: «¡eh! una idea brillante, Óscar», pero por desgracia, no funcionó. Entonces, en una bonita estampa digna de un lienzo, apoyado con los dos brazos sobre la encimera de mi cocina desierta y mirando hacia abajo en posición pensativa, con la boca medio abierta, pensé que había terminado ya todas mis opciones. O al menos no se me ocurría ninguna más, una vez desechada la idea de despertar a mi mujer para pedir ayuda (opción que lejos de sacarme el tapón, sólo hubiera conseguido que recibiera algún calificativo relativo a mi estupidez). Por lo que dije: «ha llegado la hora. Que pase lo que tenga que pasar» y sin haber completado la trilogía de acciones que todo humano debe realizar en su vida (me queda la de plantar un árbol), me encomendé a todos los dioses, semidioses y deidades del Olimpo y me dispuse a hacer el gesto de tragar, el cual llevaba varios minutos reprimiendo. Sin pararme ya a pensar demasiado sobre por qué dichoso conducto podría irse aquel capuchón violeta, hice finalmente el gesto y tragué saliva, mientras pensé un castizo «lo que no mata, engorda».
¿Se irá por el camino bueno o el malo?
Fueron dos o tres segundos de cierta tensión, no lo voy a negar. Imaginaba aquel maldito capuchón colocado de manera atravesada en la garganta y a punto de ser ingerido por el conducto «bueno», pero siempre te queda la duda. Aunque ya no podía hacer otra cosa. Y al tragar, noté cómo el puntiagudo tapón pasaba por mi campanilla y era absorbido por el esófago, comenzando un camino que luego me provocó la siguiente fase de tensión. Normalmente me preocupo por el tipo de grasas que tomo en mi dieta, pero en ese momento me preocupaba por si aquel trocito de plástico tendría bisfenol A u otras sustancias chungas: «¿y esto se digerirá? ¿de qué estará hecho? ¿y si se digiere, será peligroso para mi salud? ¿se me quedará clavado en algún recoveco y tendrán que sacármelo con pinzas?». Muchas preguntas (la mayoría de ellas absurdas por neuróticas y exageradas) pero que todo aprensivo como Dios manda se debe hacer tras haberse tragado algo contra-natura.
[Tweet «La historia de cómo me tragué un capuchón de las agujas de #insulina»]En esos momentos, como ya era tarde, y al no tener nadie al lado a quien manifestarle mis miedos, no tuve más remedio que irme a la cama, no sin antes ingerir un poco de miga de pan para que empujase aquel insípido capuchón hacia el baño de ácido clorhídrico de mi estómago. Minutos después, ya en la cama, uno comienza a autoanalizarse de manera exhaustiva: «no sé… creo que noto algo de acidez… maldito capuchón, qué mal me está sentando… «. Aunque en aquellos momentos, agradecí que fuera al menos un capuchón de calidad y no de una de esas marcas que tanto criticamos desde las asociaciones de pacientes con diabetes: «Si debo morir por esto, que sea al menos con uno de BD y no con Braun o Insupen», pensaba convencido mientras, tumbado boca arriba, con los ojos como platos mirando al techo y con las manos sobre mi estómago, deseaba que terminara aquella digestión escasa en cantidad, pero difícil por sus ingredientes.
Al día siguiente me levanté, desayuné como siempre, y pensé que quizá todo podría haber acabado la noche anterior si se me hubiera ido del revés aquel taponcito. Ahora estás leyendo esto y seguro que has sonreído con la narración, pero podría haber terminado mal. Tener algo en la boca mientras toses no es desde luego, una buena idea. Cuánta gente muere por tonterías de esta índole. Hay siempre una estadística de muertes ridículas de la que no quisiera formar parte:
– ¿Y de qué murió?
– Se atragantó con un taponcillo de plástico de 14 x 3 mm.
– Pobre… Y tan joven…
– Sí. No somos nada, Leovigilda…
[Tweet «Esta es una de mis anécdotas de la #diabetes . Cuéntame la tuya»]Lo importante es que desde este episodio, tengo claras dos cosas: la primera, más profunda; lo frágil que puede ser la vida. Y la segunda, más práctica y que os doy como el briconsejo del día y moraleja de esta historia que por suerte terminó en anécdota: no cojáis la costumbre de morder esos condenados taponcitos. Y menos aún si tenéis tos.
Y tú, ¿tienes alguna anécdota de tu diabetes con la que nos podamos divertir? Cuéntanosla y deja tu comentario.